Así es, fueron los franceses quienes lo llamaron pomme d’amour, es decir, “manzana del amor”. Y puede que lo llamaron así, por que algunos herbolarios atribuyeron al tomate propiedades afrodisíacas.
Ahora bien, el tomate no siempre fue bien aceptado, aunque para el siglo XV, tenía una buena reputación en México, pronto obtuvo mala fama en Europa. Y todo comenzó cuando los botánicos del viejo continente incluyeron la tomatera en la familia de las solanáceas: la misma a la que pertenece la belladona, planta sumamente venenosa. Por otro lado, las hojas de la tomatera despedían un fuerte olor, y resultó que eran tóxicas.
Por fortuna, los italianos, que en el siglo XVI habían dado el nombre de pomodoro (manzana dorada) al tomate, fueron más prácticos. Para comienzos del siglo XVII, los tomates se habían convertido en alimento popular del país, donde el clima soleado favoreció su cultivo. No obstante, casi doscientos años después, los horticultores del norte de Europa seguían sin dejarse convencer y los cultivaban con fines medicinales o simplemente decorativos.
Las antiguas dudas se disiparon cuando la gente empezó a probar el fruto; a partir de ese momento se popularizó su cultivo. Para la década de 1870 podían comprarse en Nueva York tomates frescos de California, gracias al nuevo ferrocarril transcontinental. Décadas antes se había inaugurado en la ciudad italiana de Nápoles la primera pizzería, con lo que se disparó la demanda del tomate.
Y durante el siglo XX, un creciente mercado de sopas, jugos y salsas de tomate —por no mencionar la popular pizza— convirtió al tan difamado tomate en el fruto más popular de la Tierra. Y aunque el tomate no sea la “manzana del amor”, lo cierto es que tiene enamorado a todo el mundo.